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28 agosto 2009

La Entrada Infeliz









Una entrada sin comentarios debe sentirse como un cuento infantil sin lectores; sin niños boquiabiertos, fascinados. Hablamos de la tristeza de un cuento condenado a vestir polvo, de una historia que se obliga a leerse a sí misma, en un bucle interminable de dolor, sin que llegue a encontrar nunca su eterna página final. Hablamos de la muerte en vida de la palabra...

Así deben sentirse estas entradas en un blog. A veces, desde mi cama, las intuyo suspirando en la noche; a veces, incluso, me ha parecido escucharlas sollozar...

P.D. Estaré ausente unos días... Aunque no es la política habitual de este blog, voy a dejar la moderación de comentarios aparcada hasta mi vuelta. Así, arropada por vuestros bellos sueños, mi entrada se sentirá acompañada mientras aguarda mi regreso. Cuidádmela mucho; y gracias a todos, de corazón.











23 agosto 2009

El Crimen de Don Carolo (y IV)









Te ruego así, Emilio, perdones mi temprana escapada ayer del pueblo, pero asuntos que había olvidado, de más envergadura, me hicieron regresar con precipitación a la ciudad. Aunque debo explicarte que las pocas horas que pasara anoche dentro del caserón me han permitido averiguar algunos asuntos desconocidos sobre el pobre napolitano; asuntos que, en todo caso, vienen a confirmar tus teorías. Así te cuento que nunca existió tal vampiro, como la gente comenta; y que no fue otro el pecado del italiano que el de repartir simiente entre las doncellas, empleando sus exquisitas artes amatorias. Quedaron preñadas algunas, y andarán ahora éstas corriendo su vergüenza por el mundo, que nunca debajo de una losa.

De los ruidos en la casa no tengais cuidado, que ya sabes que siendo tan viejos sus muros acaban abundando los "partos de montes". Y llegados a este punto te diré que en nueva venta quiero dejarla. Que no es otro motivo el que me obliga a ello sino el de ser desmesurada y caduca para mis sobrias necesidades.

Y doy final a mis letras, Emilio. Queda tú con Dios allí, que yo quedaré aquí, en mi ciudad. Y no vengas a preguntarme como me enteré de los detalles de esta curiosa historia, porque a veces dudo yo mismo si es cierta; y no quiero ni pensarlo...


Armando Losada.






19 agosto 2009

El Crímen de Don Carolo (III)








Llegados a la casona, y antes de regresar al pueblo, me hizo prometer el joven que lo acompañaría al día siguiente, a la hora del almuerzo, con objeto de intercambiar impresiones sobre la misma. Acompasada por los chasquidos de un látigo, vi alejarse la figura de la carreta, difuminándose entre una densa polvareda grisácea que fue enlutando más a la ya de por sí lánguida luna.

Al fin penetré en la excomulgada mansión, plagada de habitaciones y de ácaros. El ambiente de penumbra y abandono que envolvía aquel lugar me sobrecogió de inmediato. Dirigí mis pasos hacia lo que parecía ser la biblioteca: decenas de libros, minuciosamente ordenados en sus estantes, desfilaban uno tras de otro en una interminable hilera de sabiduría y misterio. De una de las polvorientas vitrinas tomé un grueso compendio de Botánica, y lo abrí entre mis manos. Mientras lo hojeaba, iba experimentando una macabra sensación: intuía como si alguna presencia, inmóvil tras de mi y amparada por la oscuridad de aquella lóbrega sala, me observara en silencio, mientras proyectaba su gélido aliento sobre mi nuca… De pronto un inesperado y seco golpe, cuyo angustioso eco fue reberverando para atravesar la habitación de parte a parte, me hizo arrojar el libro contra el suelo.

-¿Ratas?- me pregunté, entre medroso y extrañado.

Tras este primer sobresalto volvió a repetirse un siniestro crujido de tablas en el pasillo, que me invitó a dar unos pasos hacia atrás: cuello y boca contraídos, hombros levantados que conducían mis brazos ligeramente hacia delante... Todo un primitivo comportamiento de defensa ante lo desconocido.

-¿Quién vive?- pregunté sobrecogido, sin saber a quién ni dónde iban dirigidas mis palabras.

-¡El diablo debe hacerlo!- susurró una voz tras de la puerta-. ¡Pues existirá tal engendro, sin duda, cuando yo me hallo en este estado!

-Pero, ¿quién o qué sois vos?- volví a cuestionar a la madera. -¿Acaso no sois humano?

-¡Soy un alma en pena!- se lamentó la desgarrada voz.- Me dieron muerte como a un poseso, cuando no viví como tal. Y debo seguir errando ahora, mientras expío el delito que nunca cometí. A no ser que tengan castigo la buena vida y los placeres de la carne. Purgo así mi culpa, señor. Mas debo relatar a alguien mi verdadera historia, que no tendrá mi espíritu descanso hasta entonces.

El tono de sus lamentos fue creciendo en intensidad, hasta crear un ambiente tétrico y ensordecedor. Se estremeció la biblioteca de arriba a abajo, abriéndose todos los postigos de la sala. Y a un escalofriante chirrido de la puerta, giró ésta sobre sus goznes para descubrir ante mí, aterrador e inmundo, el putrefacto espectro de Don Carolo...




(Concluye en El Crimen de Don Carolo(y IV))




15 agosto 2009

El Crimen de Don Carolo (II)








Jamás hubiera puesto en duda la reputación y buenos hábitos de mi compañero de viaje: hombre piadoso y refinado; amante de sus quehaceres, familia y amigos. Jamás, digo. Porque, en su ciega soledad, no deberían juzgar los oídos aquellas conductas, sino escoltando a los ojos. Los cándidos oídos, abandonados tan distantes a su suerte, carecen de la prudencia necesaria para sentenciar con justa mesura esas historias. Pudieron recoger aquellos su testimonio, esto sí. Y de hecho lo hicieron, que no lograré hallar en vida personaje que entretuviera sus minutos engarzando frases con tal agilidad.

Desayunamos infancias, campiñas verdes y correrías. Sus padres, esposa e hijos acompañaron nuestro almuerzo; nunca hubiera imaginado semejante número de comensales en un espacio tan reducido. Bosquejos en el aire, para un futuro devenir, vinieron a endulzar el café de la tarde. Y hubiera tenido conocimiento de la calidad del traje de madera que hiciera descansar su cuerpo y su lengua de no ser por la bondad del maquinista, que hizo detener el ferrocarril en la estación del pueblo. Nos despedimos, y el viajero me entregó su tarjeta de visita que fue a perderse en uno de mis bolsillos para no tener nuevas de ella de por vida.

Descargó mis bártulos un mozo, al que entregué unas monedas con la súplica de que enviara tan vasto bagaje al caserón de Don Carolo. Palideció el muchacho ante mis ruegos y, tirando los cuartos al suelo, corrió andén abajo con el cabello erizado. Pronto constaté que el temor generalizado del que me hablaba Emilio en sus letras no era nada discutible. Finalmente logré alquilar un coche con el que pusimos camino a su venta. Centenares de chopos adormecidos, auténticas pesadillas vivientes hostigadas por el viento, saludaban encorvados nuestro paso sobre sus firmes pedestales de tierra. Mientras tanto, el huraño día iba doblegando sus párpados como un fatigoso niño recién amamantado…

Anochecía cuando llegamos a la posada. Despedí al cochero y Emilio salió a recibirme. Era un sujeto recio, de salud y fuerza ciertamente notables; un hombre voluntarioso e indudablemente cultivado. Él mismo ordenó que cargaran todo mi equipaje en su carro. Aguardando mi llegada, había determinado que cenáramos sopa de ajo y cordero, por lo que nos acomodamos en torno a una apartada mesa. Conté al muchacho, entre bocados, el encuentro con el mozo a mi llegada, a lo cual me respondió sonriendo:

-Bien le referí en mi carta, Don Armando, que andan los ánimos más que medrosos por estos parajes. Pero ya comprenderá usted, que son solo fantasías hueras de gente iletrada. ¡Qué anda el cauce muy seco, aunque se empeñen en querer llenarlo con agua de borrajas!

A los postres saboreamos, anfitrión y comensal, un exquisito tabaco rapé, mientras aquel me refería los últimos incidentes relativos al napolitano.

- Al amanecer de un día templado, aparecieron unos huesos aguardando en la puerta de la parroquia la salida del señor Nicolás, el párroco del pueblo. Cundió de nuevo la alarma entre los labriegos, quienes pronto identificaron aquellos restos con los de alguna de las víctimas del vampiro, la cual, no habiendo recibido cristiana sepultura como sin duda mereciera tras su trágica muerte, surgió milagrosamente de no se sabe dónde para reclamar al representante de Dios en la Tierra el derecho al descanso eterno. Se ofrecieron misas y plegarias por la supuesta joven, al tiempo que se exhibían sus restos en la sacristía de la parroquia. Ante los mismos fueron desfilando, de uno en uno, los padres de las víctimas, que iban adivinando en tal o cual huesecillo, vaya usted a saber de que forma, la nariz respingona o los largos dedos de sus desaparecidas hijas. Duró la fiesta tres días –concluía el muchacho-. Justo hasta la llegada de Don Román, el veterinario, quien aseguró que aquellos despojos a los que estaban a punto de beatificar no eran sino parte de la osamenta de un marrano que le había sido robada de su despacho durante su ausencia. Hallados los culpables de tan macabro hecho, y confesado el delito, volvió la espada a su vaina. Mire usted, Don Armando, que nunca en la vida habría tenido tantos padres un guarro.

Celebramos la ocurrencia entre carcajadas, mientras un desvencijado reloj de pared nos coreaba con once indolentes campanadas de caoba.

-La noche va despuntando sus colmillos…-sentenció Emilio-. Sospecho que estará cansado del largo viaje, por lo que he dispuesto que le preparen un buen aposento. Mañana, cuando usted guste, marcharemos hacia la casona.

-Agradezco tu delicadeza– le refuté -, pero mi mayor deseo es el de conocer cuanto antes la morada de Don Carolo.

-Usted manda, Señor Armando –me asintió-. Dispondré el carruaje para partir de inmediato-.

Y así lo hicimos sin demora…



(Continúa en El Crimen de Don Carolo (III))






11 agosto 2009

El Crimen de Don Carolo (I)






Contaban de Don Carolo, que fue un terrateniente napolitano venido a menos por las miserias de la guerra; que se hizo su alma nómada y bohemia, y que anduvo tropezando las pocas rentas que, hasta entonces, le había permitido disfrutar con desahogo su ya menguada fortuna, hasta descalabrar la balanza y forjarse deudas que antaño nunca tuvo. Contaban también cómo, burlando justicia y acreedores, vino a refugiarse al pueblo, donde el azar permitió que conociera a la señora Emilia, viuda de buena dote y carnes templadas, con la que anduvo en amores; y cómo fue ésta remendando, tal como se sucedían, todas sus calaveradas. Fallecida Doña Emilia de sufrimientos –que asemejaban más a una tisis que a tales- heredó el Italiano sus bienes y tierras, envejeciendo con ellas el pellejo, más no el carácter descomedido y su falta de juicio, que fueron, muy al contrario, acrecentándose con los años.

Cierta noche, como la nieve se cobija en los chopos, llegó el viejo hasta su casona buscando el calor robado por el invierno… Y nunca más se le vio traspasar el portón que franqueaba la entrada. Adivinaron algunos en este hecho, que la insensatez cedió a los años y al frío, y que, amedrentado el anciano, vino a recluir sus huesos entre el cálido abrigo de aquellos sombríos muros. Otros más aventurados imaginaron que Don Carolo, temeroso del acecho de la Traidora, acordó un pacto con el maligno -¡líbrenos Dios!- , entregándole su alma a cambio de vida eterna.

Cayó en el olvido aquel insólito hecho, hasta bien pasados algunos meses en que fueron sucediéndose extrañas desapariciones de jóvenes doncellas. Tamaños escándalos contribuyeron de nuevo a avivar las caprichosas mentes de los rústicos lugareños, que no tardaron en reconocer a un chupador de sangre en el pobre anciano. Encaminando aperos de labranza y rencores contra sus carnes, dieron muerte a Don Carolo de la forma más inclemente que imaginar usted pueda. Y todo ello, a pesar de que jamás llegó a encontrarse cadáver alguno que pudiera inculparlo en aquellos desdichados hechos. Unos peregrinos, conmovidos ante tan tremenda suerte, sepultaron sus restos cerca del camposanto de la villa.

Y hubiera concluido aquí, señor Armando, el fatal desenlace del napolitano. Pero, de unos meses hasta ahora, cuentan los más recelosos del lugar cómo extraños ruidos en la vieja casa han llegado a perturbar la quietud de las noches en el ya sosegado pueblo. Y piensan los hombres que su espíritu, clamando venganza, ha vuelto de la otra vida, para que la paz no reine en ésta.

Mas usted, que es hombre culto y de buen entender, comprenderá que tales desatinos son más producto de conciencias inquietas que de siniestros duendes.

Las llaves están a su disposición para cuando guste recogerlas. Y esto fue todo, señor Armando. Que Dios le proteja con salud durante muchos años. Muy agradecido por siempre, queda suyo:


Emilio Cárdenas






(Continúa en El Crimen de Don Carolo (II))




06 agosto 2009

Feromonas





Jamás antes habían llegado a cruzar sus miradas; salvo en aquella ocasión. Pero aquel acercamiento no fue del todo casual, porque algo excepcional venía destilándose en el ambiente: feromonas... Inquietas y lascivas feromonas que fluían a placer por la atmósfera. Feromonas que, como racimos prensados, rezumaban incoloros efluvios de desatada pasión.

- ¿Realmente me deseas? -preguntó él, mientras rodeaba la desnudez de su dorso para abrazarla.

- ¿Acaso lo dudas? -respondió ella sin mirarle- Podría incluso devorarte; aunque no me lo pidieras...

- ¿Es esto amor, entonces? -volvió a inquirir él.- No quiero equivocarme: siento que podría llegar a perder la cabeza por ti...

-¿Amor? Pero, ¿quién habló de amor? -concluyó ella, mientras giraba hacia atrás la cabeza para alcanzar sus labios.

Pero él ya no escuchaba... Naufragando por el cauce de aquel creciente éxtasis sintió, rio arriba, como si levitara hasta el infinito; como si sus sentidos no formaran ya parte inseparable de su yo corporeo. Definitivamente había llegado a perder la razón. E incluso la cabeza, literalmente hablando, sin ni siquiera darse cuenta.



























04 agosto 2009

Yo Quise Descubrir en los Sinónimos








"Yo, con mucha humildad hice estos sonetos de madera, les di el sonido de esta opaca y pura substancia y así deben llegar a tus oídos. (...) sonetos de madera que sólo se levantaron porque tú les diste la vida"

(Prólogo de Cien Sonetos de Amor - Pablo Neruda - Octubre de 1959)










A Juan José:
mi padre.





Yo quise descubrir en los sinónimos
de muerte, de dolor, de cobardía,
palabras de cristal que sazonasen
un débito de versos de mil años.

(Quizá tuve aparcada la cabeza
al irme en la reserva el corazón...
Ayer se me encendió la vida en ámbar
y vi que hasta el amor me adelantaba.)

Yo quise rebuscar en los sinónimos,
por ver si aparecía un son perdido,
y nada me rimaba con tu nombre:
llegaba con mil años de demora.

(Ocupan más dolor aquellos años
que la extensa pradera de Neruda.
Sólo calma pensar que me pariste
mientras alguien gritaba en una cama.)


Quise pues refugiarme en los antónimos
de muerte, de dolor, de cobardía…
Olvidé que las Ninfas se extinguieron
a la muerte del último Unicornio.

(De niño no comprendía a los muertos.
Los niños no nos comprenden de muertos.)







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