El Mejor Padre del Mundo





Era una ocasión señalada: su padre vendría a recogerlo. Lo que después hicieran juntos le traía sin cuidado. La magia residía en el hecho en sí mismo, y eso sólo ya le colmaba. Por desgracia no solía disfrutar de muchos días como aquel, porque a su mentor ante todo le absorvía el trabajo. Pero él era comprensivo, y entendía que esto debía priorizar sobre el tiempo común que aquel reservaba para ambos. El divorcio de sus padres había acelerado su madurez, pero aún no alcanzaba a aplicar con precisión la escala ética de valores. Sólo tenía ocho años.

Camino del Parque estacionaron el coche junto a una cafetería. El conductor permaneció en silencio durante un buen rato, mientras vigilaba expectante la puerta de acceso al local. De pronto desactivó el seguro del coche, pidió al chico que aguardara su regreso y salió al exterior. Penetró en el bar siguiendo a un ejecutivo gordo, el mismo que había entrado justo delante de él. Sabía que aquel hombre pediría un café sólo y dos cruasanes con mermelada, antes de abonar a un invidente un cupón para el sorteo de aquella misma noche. Su prostatitis, con posterioridad, lo haría dirigirse hasta el servicio de caballeros, para afrontar el desayuno con tranquilidad. Aquella rutina la venía calcando durante las dos semanas en que estuvo siendo observado. La misma rutina que hoy volvería a repetir, paso por paso. El silenciador del arma descorchó en su sien un disparo sin burbujas.

- ¿Dónde has estado, Papá?

- Trabajando, hijo, trabajando.

- ¿Y en qué trabajas ahora, Papá?

- Ayudo a las personas a solucionar los problemas que les causan otras personas.



Aquello al chico le pareció una labor importante, y le gratificó pensar que su padre era un buen hombre. Pero ante todo, lo que más le llenaba de orgullo era sentirse el hijo del mejor padre del mundo.