¡Silencio, Por Favor!







- ¿Está aquí el doctor de guardia?

- Sí, agente: yo soy el enfermero, ¿qué es lo que ocurre?

- Nos han avisado por teléfono al cuartelillo: una señora intenta despertar a su padre que está encamado, pero no consigue que éste le responda.

- ¿Sabe usted si aquel hombre respira?

- Es lo primero que le hemos preguntado, pero ella dice que no tiene estudios para determinar eso. Si quieren tenemos ahí fuera el coche patrulla, así que pueden acompañarnos y les abriremos el paso hasta el lugar.

Avisé sin dudar al médico, para no hacerles esperar. Mi compañero cogió su fonendoscopio y su talonario de recetas (¿?), y yo agarré un pequeño maletín con medicación. Corría el año 1985, y por aquel entonces sólo había un equipo sanitario de guardia en aquel ambulatorio, así que no era habitual salir a la calle si no se trataba de una verdadera urgencia. Las heridas y cortes se atendían en la contigua Casa de Socorro; y a los accidentados de tráfico los recogía una ambulancia que los trasladaba directamente al hospital, sin mediar atención de ningún tipo. Sino era finalmente, y por desgracia, el propio vehículo de pompas funebres quién tuviera que hacerse cargo del servicio. Además, no se atendían avisos por teléfono, de manera que algún familiar del solicitante tenía que acudir personalmente a firmar nuestra salida para que pudiéramos justificar la misma en caso de que ocurriera algo en nuestra ausencia. No disponíamos de ambulancia propía, de desfibrilador o de electrocardiógrafo. En realidad no recuerdo que tuviésemos ni siquiera un ambú. El caso es que acudimos sin demora hasta el domicilio requerido, casi con lo puesto, y entramos en aquella casa vociferando, y a toda prisa.

- ¿Dónde está el paciente?

- ¡Aquí! ¡Sigan rectos hasta el fondo! -escuchamos desde muy lejos.

Y atravesando sin pausa un largo y estrechísimo pasillo llegamos hasta el último dormitorio de la casa. Allí nos encontramos el cuerpo de un varón anciano, que yacía pétreo en una cama de matrimonio, con la casi certeza visual de llevar muchas horas ya fallecido. La que dijo ser su hija, en apariencia ajena a la realidad del cuadro, permanecía en una esquina de la habitación con las manos en los bolsillos de su bata, apoyada en la pared y extrañamente serena.

- ¿Cuánto tiempo lleva así? Vaya, me refiero a sin poder moverse... -preguntó cauto mi compañero de guardia.

- No sabría que contestarle -titubeó la aún no oficialmente huérfana-. Anoche decidió acostarse muy temprano, porque decía que no se encontraba bien. Es que yo duermo en otra habitación, con mi madre, que está paralítica desde hace un año.

El médico, girándose hacia mí, vino a obsequiarme con una mantenida mirada de poker, mientras levantaba el rígido brazo de aquel cuerpo inerte para controlar su inexistente pulso. Después, con una solemnidad exquisita, extrajo un fonendoscopio del bolsillo de su americana, desabrochó uno de los botones del pijama del cadáver, y mientras se agachaba para auscultarlo me dijo en voz baja:

- Por favor: ve tomándole la tensión.

Yo, colocado justo en el lateral contrario de la cama, obedecí sin rechistar, a pesar de que sabía exactamente cuales iban a ser las cifras sistólica y diastólica de aquel paciente.

- No consigo oir nada -puntualicé al minuto. Pensé que era la mejor respuesta que podía darle delante del familiar.

- Carga entonces una ampolla de Efortil y se la inyectas intravenosa -me replicó el galeno.

Así lo hice con diligencia. El ambiente que se respiraba en aquella habitación tornaba tenso por momentos. La hija continuaba expectante en su reservada esquina; mi compañero muy pendiente de la evolución de mi trabajo; y yo, con la paciencia al límite, pensando en cómo concluiría finalmente aquella disparatada historia. Cuando finalicé la técnica me puse en pie, y ambos volvimos a cruzar la mirada, para mantenerla así durante algunos segundos. De pronto, el médico se volvió hacia la mujer para decirle:

- Mire, señora, hemos hecho todo lo humanamente posible por su padre. Ahora, lo único que resta es esperar -y girándose hacia un enorme ventanal que se hallaba frente por frente de la cama, prosiguió explicándole-. Hay demasiada luz aquí: sería deseable bajar esa persiana, y después correr totalmente las cortinas. Así, sin ruido y con la habitación en penumbras, el paciente reposará más tranquilo- y él, personalmente, lo hizo. Después, mirando con atención su reloj de pulsera, continuó aconsejándola.- Mire, señora: son ahora las diez y media... Sería prudente que aguardáramos un par de horas más, para esperar la bondad del tratamiento. Mientras tanto, usted me lo va observando de vez en cuando. Nosotros, como usted comprenderá, debemos de marcharnos ya: el servicio de urgencias está sólo, y tenemos la obligación de atender a todo un pueblo. Buenos días, señora...

Cuando iniciamos el retorno con dirección a la calle, aquella mujer, que ni siquiera se había movido de la esquina donde se apoyaba, nos interrogó serenamente con curiosidad:

- Y entonces, señor doctor, si dentro de dos horas mi padre continua igual, ¿vuelvo a llamarles de nuevo?

El médico, ya desde el pasillo de salida, giró un instante la cabeza para sentenciar:

- Si eso ocurre, señora, sería más prudente que avisara con diligencia a la funeraria del pueblo.

Volvimos los cuatro en el coche patrulla hasta el ambulatorio, sin mediar una sola palabra. Al salir del vehículo dimos las gracias a la policía por su colaboración. Ya, bajando la rampa que daba acceso a la puerta de entrada del servicio de urgencias, el médico detuvo sus pasos y se giró hacia mí, consciente de que yo necesitaba algún tipo de explicación:

- Lo siento, pero no puedo remediarlo: nunca encuentro el momento preciso para dar una mala noticia.