Son las cuatro y diez de la mañana. Ahora mismo no sé si estoy dormido, despierto o en coma inducido por agotamiento. Anoche nos acostamos tarde, para variar. Entre el penoseo innato del bebé, que no se duerme ni con ópera, y el cólico del lactante, que le apretó ayer más de habitual... que parece que tenga dentro una orquesta de grillos con tambores. Y justo, cuando el cuerpo empieza a rendirse al sueño… ¡PUM! Llanto. Ese llanto. El que no deja lugar a dudas: hay marrón nocturno.
Me hago el dormido. Mi mujer finge también. Los dos jugamos al ajedrez del cansancio, a ver quién se rinde primero. Pero el bebé no negocia, y llora como si le hubieran robado el chupete.
- Te toca a ti, Mi Vida
- No, Mi Amor, sí ayer fui yo.
- ¿Ayer? Pero si ayer fue hace tres años.
- ¡Si es que me duele la espalda!
- ¡Y a mí me duele el alma!
Al final, nos levantamos los dos. Porque intuimos que esta vez no es normal. Y efectivamente: es una caca épica. Una caca que ha hecho el Camino de Santiago por la espalda del niño; y vuelta. Le sale por las orejas, literalmente. Hay que cambiar el body, el pijama, las sábanas, el colchón... el mundo entero.
Y mientras uno asea al bebé, el otro busca ropita limpia. Pero claro, la ropita limpia está en el cesto de la ropita sucia. Porque ayer no se lavó. Porque antes de ayer tampoco. Porque la lavadora ya no es un electrodoméstico: es un miembro más de la familia, y está agotada.
Y ahí estamos, como dos técnicos de descontaminación nuclear, con toallitas, agua tibia, y cara de ¿por qué no nos hicimos monjes budistas cuando nos conocimos? Cambio de ropa. Cambio de sábanas. Cambio de colchón. Cambio de fe.
Y entonces, cuando parece que hemos contenido el desastre, se oye otro llanto: el del mayor. Dos añitos, con terrores nocturnos, y está gritando: ¡Hay un lobo en mi cama! Y yo pienso: Ojalá sea un lobo de verdad, pero que no sea más caca, por Dios...
Ahora hay dos niños llorando. Uno cubierto de mierda. El otro cubierto de miedo. Y nosotros, a punto de renunciar a la custodia.
La casa huele a toallitas sucias, a sudor y a derrota. El reloj marca las 4:47, y en dos horas hay que levantarse para ir a trabajar. Pero ahora mismo, el trabajo es sobrevivir.
Y mientras limpio, consuelo, cambio, abrazo, yo me pregunto: ¿Esto es la paternidad? ¿Esto es el amor? ¿Esto es lo que nos prometieron en el curso de preparación al parto?
No. Esto es el marrón nocturno de las cuatro. La prueba definitiva. El examen sin temario. La caca que te enseña que el amor no siempre huele bien, pero que aun así, te sigues levantando. Porque aunque estés hecho polvo, aunque no sepas ya ni tu nombre, aunque el niño te haya vomitado en el calcetín… ahí sigues. Porque son tus hijos. Y porque, en el fondo, sabes que mañana te reirás. O dentro de veinte años. O nunca. Pero sigues: porque dicen que esto es el amor verdadero. Y si esto no es el amor verdadero, entonces que alguien me explique por qué tengo caca en la ceja, y porque huelo tan raro.