El gato de la vecina del 4º era un cabrón redomado: me faltaba al respeto a diario. Con mucha elegancia sí, pero también con desdeño. Al principio me convencí de que no era algo personal, sino cosas de gatos. Pero reconocí mi error, cuando empezó a repetir su rutina. Como no tenemos ascensor, al bajar las escaleras, él ya estaba echado en su felpudo esperándome; como siempre para reírse de mí. Cuando yo alcanzaba el rellano, él se levantaba impidiéndome el paso. Se quedaba quieto, y arqueaba su lomo señalando con su cola a Marte. Y así permanecía un rato más; lo justo antes de que yo explotase. Entonces seguía con su marcha, bajando con parsimonia los escalones, de uno en uno, sin prisa, delante de mí, hasta descender las cuatro plantas. Si os lo preguntáis, ya os saco de dudas: daba igual a la hora, que siempre estaba ahí echado.
Un día, cuando daba todo por perdido, alguien me comentó la magia de los pepinos. Y lo busqué en internet: vídeos, compilaciones, música de fondo. Gatos saltando como si vieran al diablo. Así que lo hice. Baje las escaleras como cada mañana, pero con un pepino escondido en la chaqueta. Y cuando llegué a su altura lo dejé caer suavemente, justo detrás. El gato dio un salto sobrenatural, se estrelló contra la pared, giró sobre sí mismo, y cayó de nuevo sobre sus cuatro patas... para mirarme, no con miedo, sino con desprecio. Gran equivocación la mía pues, desde entonces, en lugar de amilanarse, empezó a afinar su repertorio. Y así, se cruzaba justo cuando yo salía a tirar la basura, se tumbaba sobre mi felpudo cuando venía el cartero, y varias veces, me destrozó las plantas que flanqueaban mi puerta. El colofón fue el día que trajo un ratón muerto, y lo dejó a los pies de mi entrada.
Y así me mantuvo intimidado hasta que, al bajar una mañana, ya no estaba. Ni en el felpudo, ni en la escalera, ni en la maceta. La vecina me dijo que había enfermado, que se puso muy malito y lo tuvieron que operar de urgencia. Cuando volvió de la clínica, dos semanas más tarde, lo encontré más lento, mas canijo, y muy desmejorado... Me dio pena el bicho, la verdad. Aquella tarde, le dejé un cuenco con leche caliente y galletas, junto al felpudo, por si salía a despejarse un rato. Y una nota manuscrita, en la que le pedía ¡Tengamos paz! Al día siguiente, el cuenco apareció vacío. Y la nota, meada.
