Un apretón. No de manos. Ni de abrazos, no. Un apretón… de barriga. Ese momento en el que tu cuerpo decide que ya no puede más, que la digestión ha terminado su contrato y que lo que está dentro quiere salir para fuera. Pero ya.
Todo empieza con una punzada leve. Un susurro en el intestino. Una señal sutil que dice: “Eh… tenemos que hablar tú y yo.” Pero entonces lo ignoras. Porque estás en la calle, en el coche, o en una reunión con tu jefe. En cualquier sitio, menos cerca de un baño.
Y entonces el apretón se enfada. Se intensifica. Se convierte en un tambor de guerra. Tus intestinos empiezan a sonar como una orquesta desafinada. Y tú, con cara de póker, finges normalidad mientras por dentro estás negociando una tregua con tus órganos: Por favor, aguantad. Os juro que si salimos de esta, os doy yogur con probióticos el resto del mes.
Pero el apretón no negocia. El apretón exige. El apretón amenaza. Y tú empiezas a sudar, y a caminar raro. A buscar baños públicos como si fueran oasis en el desierto.
Y si no hay baño cerca, empiezas a hacer cálculos: distancia, tiempo, tráfico, dignidad... todo entra en juego. Y ahí, en ese momento, entiendes lo frágil que es la civilización. Porque puedes tener estudios, trabajo, pareja… Pero si el apretón dice ¡Ahora! tú vas y obedeces.
Y cuando por fin llegas al baño, cuando cruzas esa puerta como si fuera la entrada al paraíso, cuando te sientas y el universo se alinea… ahí, justo ahí, te conviertes en creyente. En agradecido. En una criatura más humilde.
Y esta lección de la vida te recuerda que, por muy sofisticado que seas, todos estamos hechos de la misma mierda, cuando la barriga aprieta.
