El niño corría por el pasillo con los brazos abiertos, como si el mundo entero le perteneciera. El padre lo esperaba en la cocina, con el vaso de leche tibia y las galletas que tanto le gustaban. Cuando entró, se lanzó a sus piernas y le gritó "papá" como si fuese un conjuro.
Hace un mes cumplió los quince. Ya no corre. Ya no dice "papá" con aquella voz. De hecho, ahora lo llama por su nombre; a veces. O ni siquiera lo llama.
Pero él sigue dejándole el vaso de leche en la mesa. Y las galletas. Por si algún día vuelve a pronunciarlo como antes.
