Hacía días que el invierno se había instalado en sus articulaciones. Se sentó en el sillón de escay, el que estaba frente a la ventana desde la que se veía el patio interior y las cuerdas de tender vacías. El 28 de diciembre siempre había sido un día de ruido en aquella casa, de llamadas falsas y risas que hacían temblar los cristales. Ahora, el único sonido era el monótono zumbido del frigorífico.
A las once, el teléfono sonó. Él tardó en descolgar, dejando que el eco llenara un momento el salón.
—¿Diga? ¿Quién llama? —preguntó con solemnidad.
—¿Papá? Soy yo, tu hija. Te llamo para decirte que me ha tocado la lotería. Nos mudamos a esa casa con jardín que tanto te gusta. Paso a buscarte en una hora.
Hubo un silencio. Al otro lado de la línea, podía oír la respiración contenida de la joven y, de fondo, el murmullo de una televisión encendida. No había maletas haciéndose, ni casas con jardín, ni billetes premiados. Ella seguía en su piso de treinta metros y él continuaba en aquel sillón que olía a rancio.
—Qué alegría me das, hija —le respondió al fin, cerrando los ojos—. Me pillas terminando de afeitarme. ¿Me pongo el abrigo bueno?
—El mejor que tengas, papá. Hoy es un día para celebrar en un buen restaurante.
Cuando escuchó el "clic" al otro lado, él también colgó. Sabía que ella le llamaba cada 28 de diciembre con la misma mentira, con una inocentada que era, en realidad, un pacto de misericordia. Era la única forma que su hija había encontrado para decirle que también odiaba la realidad de sus vidas, sin tener que pedirle perdón por no poder cambiarla.
Se levantó con esfuerzo y fue al baño. Se miró en el espejo y vio las grietas que el tiempo había dibujado en su frente. No se afeitó. No buscó el abrigo bueno. Simplemente se quedó allí, apoyado en la loza fría del lavabo, esperando a que pasaran los minutos necesarios para que la broma se acabará consumiendo.
Diez minutos después, el mismo teléfono volvió a sonar.
—¡Eres un inocente, papá! —exclamó ella, con una risa que sonaba a cristal roto—. ¡Que estamos a día veintiocho! Te lo has creído, ¿eh?
Él escuchó el silencio que siguió a la carcajada forzada de su hija. Supo que ella estaba al otro lado del teléfono conteniendo el aire, aterrada por la posibilidad de haberle hecho daño de verdad con su fantasía de la casa y el jardín.
—Me has tenido engañado—mintió él—. Ya tenía la mano en el pomo de la puerta y el abrigo puesto. Qué boba eres.
Ella soltó un suspiro de alivio que se filtró por el auricular. Volvieron a ser padre e hija, a salvo en la realidad de siempre.
Colgaron. Él se levantó del sillón con una lentitud ceremonial. Fue hasta el perchero de la entrada y, con un esfuerzo que le hizo apretar los dientes, se puso el abrigo bueno. Se abrochó los botones con torpeza y se quedó allí, de pie en el pasillo, frente a la puerta cerrada.
No iba a salir, pero necesitaba experimentar el peso de la lana sobre sus hombros: sentir que la broma de su hija fuese verdad por un momento. Se quedó allí quieto, vestido para una vida que no existía; ni iba a existir... Estirando la inocentada, para que la mentira no se enfriara tan rápido.

