- ¿Y en que paraje dice usted que apareció aquel cadáver desnudo, señor inspector?
- En una de las sierras más emblemáticas de
la subbética cordobesa, amigo Calvillo. Precisamente me encontraba allí por azar, asistiendo a las nupcias de un compañero de promoción que tenía promesa de casarse en el santuario de su patrona. Terminada la ceremonia, y cuando ya descendiamos por otra ruta paralela para celebrar el almuerzo en el pueblo, detuve mi coche instintivamente al observar varios vehículos oficiales aparcados en el arcén de la carretera.
- Supongo que era el lugar donde se había cometido el crimen, pero ¿Se evidenciaba el cuerpo desde allí?
- No. Realmente permanecía oculto, agazapado entre unos arbustos de romero y rodeado de chaparros. Fue descubierto casualmente por unos vecinos que preparaban un
perol familiar aquel domingo. Por cierto, Calvillo, no dije que el cadáver apareciera desnudo... En realidad éste se encontró semidesnudo, con los pantalones y la ropa interior recogidos a la altura de los tobillos.
- ¡Pobre mujer, que shock debió sufrir su familia! ¡Exigiría la cárcel de por vida para todos esos canallas violadores!
- ¿Por qué ha presupuesto el sexo del difunto? ¿Quién ha mencionado que el cuerpo fuese el de una mujer? Tenga usted paciencia, y no se anticipe como siempre al transcurso lógico de mi historia.
- Perdone, inspector: es que tal como me la venía narrando, he imaginado como se sucedía la escena con todo lujo de detalles...
- Atienda usted Calvillo, y no me interrumpa más de manera tan gratuita. El cadáver, en realidad, pertenecía a un varón: un hombre alto y corpulento, más bien entrado en carnes. Y en lo único que tengo que darle la razón es que todos los indicios que hallamos en un primer reconocimiento visual apuntaban a una posible violación. Además de aparecer desvestido, el cuerpo presentaba evidentes signos inflamatorios y hemorrágicos alrededor del ano, además de un gran hematoma a nivel del escroto. Por otra parte había sufrido una tremenda contusión a la altura del hueso parietal derecho, lo que evidenciaba una fractura abierta en esa misma zona. Pero lo que finalmente iba a resultar más esclarecedor fue la piedra que atesoraba aferrada a su mano izquierda: aún conservaba restos orgánicos sanguinolentos. Ya le digo: todas las primeras pistas apuntaban directamente a un abuso consumado, que supuestamente terminó convertido en un cruel asesinato. Un lamentable final para aquel infortunado hombre, que parecía haber querido defenderse a toda costa.
- Al menos aquellos restos biológicos, los que permanecían adheridos al pedrusco, serían una prueba determinante para demostrar la autoría del homicidio. Se conoce que el infeliz consiguió, en último término, herir a alguno de sus agresores.
- Claro, Calvillo. Y esa fue precisamente la primera conclusión a la que llegamos
in situ, sin analíticas de por medio. Pero había algo en aquella estampa campestre que no acababa de convencerme... Algo de aquella escena me resultaba evocadoramente familiar; pero no conseguía determinar que demonios era.
- Un
déjà vu en toda regla.
- En cierto modo así fue. Por eso, mientras aguardábamos la llegada del forense y del juez, que andaban practicando las diligencias de un suicidio en una pedanía cercana, continué indagando por mi cuenta. Así descubrí un pequeño reguero de sangre, e interpreté que la víctima llegó a desplazarse unos metros desde el lugar primario de la agresión hasta que finalmente se desplomó en el suelo. Deshice pues aquel hipotético camino, y finalmente mis pesquisas me condujeron hasta el verdadero emplazamiento de los hechos. Y fue allí, a modo de
flashback, dónde empecé a vislumbrar la verdad.
- Encontró allí nuevas pruebas inculpatorias.
- Puede decirse que sí, Calvillo, y acabé reconstruyendo el incidente en su totalidad. Pero antes de revelarle la solución del enigma, permítame que le haga una pequeña confidencia...
- Pues usted dirá, Jáimez.
- Cuando acudo como invitado a una boda eclesiástica nunca asisto a la ceremonia en sí. Espero a que los novios suban hasta el altar, después salgo a la calle, busco el bar más cercano, y allí aguardo finalmente, entre cerveza y
tapita, a que concluya el rito.
- !Tres cuartos de hora inmejorables!
- Pues bien, justo al lado de aquella ermita, y formando parte del mismo edificio, hay un pequeño local donde sirven los mejores caracoles en salsa de toda la comarca... Un delicioso plato, se lo puedo asegurar. Un poco pasados de pimienta, eso sí, pero realmente exquisitos. Este fue el primer dato que enlacé directamente con aquella extraña muerte. Calculé que habían transcurrido unas 24 horas desde que se produjo la misma, por lo que ésta debió suceder entre las 12 y las 15 horas del día anterior. El vehículo de la víctima se hallaba incrustado en el arcén, posicionado con miras hacia el pueblo. Siendo así, no cabía otra posibilidad más que viniera de la ermita; y más concretamente del pequeño refugio gastronómico, puesto que el santuario, al parecer, solo abre los domingos cuando se celebra algún enlace. Sin embargo aquel local, según leí en un cartel que cuelga de su puerta de entrada, sí que lo hace a diario. Aquel hombre volvía por tanto de allí, y tengo la completa seguridad de que había estado ingiriendo caracoles la mañana del sábado. No tendría sentido que recorriese los diez kilómetros que distan desde el pueblo hasta la sierra, si no fuese para degustar la especialidad de la casa.
- Su deducción es más que certera...
- Pues aún puedo decirle más, Calvillo: podría casi jurarle que ingirió una cantidad inusual de caracoles. Ya le dije que el aspecto físico que presentaba el difunto era el de un hombre corpulento y obeso. Una persona que seguramente no moderaba su alimentación, ni en calidad ni en cantidad. Sume a esto una casi segura gastritis, y añádale el estreñimiento, síntomas ambos consecuentes a su sobrepeso.
- Me he perdido, inspector... ¿Dónde pretende llegar con los dichosos gasterópodos?
- ¡La pimienta, amigo, la pimienta!
- ¿La Pimienta? ¿Qué pimienta?
- ¡La pimienta con la que el generoso cocinero aderezaba los caracoles! Aquel condimento le terminó de fastidiar el estómago a aquel hombre.
- ¿Y?
- ¡Joder, Calvillo! ¿Para que le sirve esa pequeña materia gris que rellena anárquicamente su cráneo? Fue el motivo que le hizo detenerse con presura en aquel preciso lugar. Recuerde que le insinué que su vehículo apareció
incrustado en el arcén... Aquel pobre hombre detuvo con prisa su coche porque no aguantaba más. Y esto ya le situó en la misma escena del crimen.
- Se le descompuso el vientre...
- Llámelo como quiera. El caso es que se bajo apresuradamente del automóvil, buscó un lugar cercano y se dispuso en cuclillas para evacuar.
- Fue el momento en que lo atacaron aquellos canallas.
- Sí, fue en aquel preciso momento. Pero tengo que corregirle: en realidad el agresor fue sólo uno.
- ¿Sólo uno?
- Sí. Incluso le diré el nombre, porque lo conozco:
Timon Lepidus.
- ¡Lo sabía: tenía que ser un extranjero!
- ¡No sea animal, Calvillo, y no me saque conclusiones tan precipitadas y racistas! ¿Recuerda que antes le comenté que había algo en aquella escena que no me convencía? ¿Recuerda que algo me resultaba familiar? Entonces acudió como un golpe a mi memoria: hemorroides...
Hemorroides externas trombosadas.
- ¿Almorranas?
- Sí, Calvillo, una trombosis en las almorranas. Eso era lo que aquel buen hombre padecía, muy acorde también con el estreñimiento sufrido por su obesidad. Mi suegro las soportó en cierta ocasión, y aquella era la imagen que no conseguía recordar. Los condimentos picantes, como la pimienta, aumentan también el dolor en esta zona. Después, una casualidad llamada
Timon Lepidus hizo el resto.
- Por favor, inspector Jáimez, ¿quiere explicarme de una vez quién es ese tipo?
- No se trata de ninguna persona. Es el nombre científico del
Lagarto Ocelado, un reptil muy común en aquellos parajes. Aunque su dieta son principalmente los insectos, a veces también se alimenta de la carroña.
-¿Quiere decirme que el lagarto mordió sus almorranas?
- Así fue. El
Timon mordió sus hemorroides trombosadas mientras aquel hombre permanecía en cuclillas.
- ¡Ah! Ahora entiendo entonces lo de la famosa piedra. Con ella mató al animalito.
- No, Calvillo; no hizo falta ninguna piedra. El tremendo dolor le hizo perder el equilibrio y se sentó bruscamente en el suelo, aplastando como consecuencia al pobre lagarto. Eso fue lo que descubrí, mientras curioseaba entre sus excrementos a unos metros del cadáver. Después se incorporó, y la sinrazón le hizo correr sin fortuna hacia el coche, ya que no recordó primero subirse el pantalón que colgaba a la altura de sus tobillos... Su irreflexiva huida se vio truncada por aquellos grilletes de tela: trastabilló, cayó al suelo, y fue a golpearse mortalmente en la cabeza. Ahí tiene el caso resuelto.
- Y entonces, ¿de quién eran aquellos restos orgánicos con sangre que encontraron en la dichosa piedra?
- Calvillo, no sé por qué aún me sigue sorprendiendo su falta de sagacidad... El día que le coja un apretón de vientre sin papel higiénico a mano y en mitad del campo, procure llevar encima su nombramiento de funcionario del cuerpo. Seguro que jamás podrá encontrarle mejor utilidad.