Foto: El Odio, de Mathieu Kassovitz (1994)
Lo odiaba. Lo odiaba con igual intensidad que se ama a un hijo. No soportaba aquella capacidad omnipotente, aquel sexto sentido con el que podía predecir a diario su estado de ánimo, descubriéndole sus debilidades, sus miserias... Había conseguido, finalmente, anularlo como persona.
Una mañana, al franquear con desbocada ira aquella intangible barrera de miedo, concluyó estrellándose contra su propia realidad. Desde entonces ya sólo alcanza a intuir cómo la vida le observa de reojo, parapetado tras aquellas Versace ahumadas.
Afortunadamente jamás podrá constatar como aquel rostro, puntual como cada mañana, continúa sonriéndole con malicia tras la repuesta luna del espejo de su cuarto de aseo.
