Llegados a la casona, y antes de regresar al pueblo, me hizo prometer el joven que lo acompañaría al día siguiente, a la hora del almuerzo, con objeto de intercambiar impresiones sobre la misma. Acompasada por los chasquidos de un látigo, vi alejarse la figura de la carreta, difuminándose entre una densa polvareda grisácea que fue enlutando más a la ya de por sí lánguida luna.
Al fin penetré en la excomulgada mansión, plagada de habitaciones y de ácaros. El ambiente de penumbra y abandono que envolvía aquel lugar me sobrecogió de inmediato. Dirigí mis pasos hacia lo que parecía ser la biblioteca: decenas de libros, minuciosamente ordenados en sus estantes, desfilaban uno tras de otro en una interminable hilera de sabiduría y misterio. De una de las polvorientas vitrinas tomé un grueso compendio de Botánica, y lo abrí entre mis manos. Mientras lo hojeaba, iba experimentando una macabra sensación: intuía como si alguna presencia, inmóvil tras de mi y amparada por la oscuridad de aquella lóbrega sala, me observara en silencio, mientras proyectaba su gélido aliento sobre mi nuca… De pronto un inesperado y seco golpe, cuyo angustioso eco fue reberverando para atravesar la habitación de parte a parte, me hizo arrojar el libro contra el suelo.
-¿Ratas?- me pregunté, entre medroso y extrañado.
Tras este primer sobresalto volvió a repetirse un siniestro crujido de tablas en el pasillo, que me invitó a dar unos pasos hacia atrás: cuello y boca contraídos, hombros levantados que conducían mis brazos ligeramente hacia delante... Todo un primitivo comportamiento de defensa ante lo desconocido.
-¿Quién vive?- pregunté sobrecogido, sin saber a quién ni dónde iban dirigidas mis palabras.
-¡El diablo debe hacerlo!- susurró una voz tras de la puerta-. ¡Pues existirá tal engendro, sin duda, cuando yo me hallo en este estado!
-Pero, ¿quién o qué sois vos?- volví a cuestionar a la madera. -¿Acaso no sois humano?
-¡Soy un alma en pena!- se lamentó la desgarrada voz.- Me dieron muerte como a un poseso, cuando no viví como tal. Y debo seguir errando ahora, mientras expío el delito que nunca cometí. A no ser que tengan castigo la buena vida y los placeres de la carne. Purgo así mi culpa, señor. Mas debo relatar a alguien mi verdadera historia, que no tendrá mi espíritu descanso hasta entonces.
El tono de sus lamentos fue creciendo en intensidad, hasta crear un ambiente tétrico y ensordecedor. Se estremeció la biblioteca de arriba a abajo, abriéndose todos los postigos de la sala. Y a un escalofriante chirrido de la puerta, giró ésta sobre sus goznes para descubrir ante mí, aterrador e inmundo, el putrefacto espectro de Don Carolo...
Al fin penetré en la excomulgada mansión, plagada de habitaciones y de ácaros. El ambiente de penumbra y abandono que envolvía aquel lugar me sobrecogió de inmediato. Dirigí mis pasos hacia lo que parecía ser la biblioteca: decenas de libros, minuciosamente ordenados en sus estantes, desfilaban uno tras de otro en una interminable hilera de sabiduría y misterio. De una de las polvorientas vitrinas tomé un grueso compendio de Botánica, y lo abrí entre mis manos. Mientras lo hojeaba, iba experimentando una macabra sensación: intuía como si alguna presencia, inmóvil tras de mi y amparada por la oscuridad de aquella lóbrega sala, me observara en silencio, mientras proyectaba su gélido aliento sobre mi nuca… De pronto un inesperado y seco golpe, cuyo angustioso eco fue reberverando para atravesar la habitación de parte a parte, me hizo arrojar el libro contra el suelo.
-¿Ratas?- me pregunté, entre medroso y extrañado.
Tras este primer sobresalto volvió a repetirse un siniestro crujido de tablas en el pasillo, que me invitó a dar unos pasos hacia atrás: cuello y boca contraídos, hombros levantados que conducían mis brazos ligeramente hacia delante... Todo un primitivo comportamiento de defensa ante lo desconocido.
-¿Quién vive?- pregunté sobrecogido, sin saber a quién ni dónde iban dirigidas mis palabras.
-¡El diablo debe hacerlo!- susurró una voz tras de la puerta-. ¡Pues existirá tal engendro, sin duda, cuando yo me hallo en este estado!
-Pero, ¿quién o qué sois vos?- volví a cuestionar a la madera. -¿Acaso no sois humano?
-¡Soy un alma en pena!- se lamentó la desgarrada voz.- Me dieron muerte como a un poseso, cuando no viví como tal. Y debo seguir errando ahora, mientras expío el delito que nunca cometí. A no ser que tengan castigo la buena vida y los placeres de la carne. Purgo así mi culpa, señor. Mas debo relatar a alguien mi verdadera historia, que no tendrá mi espíritu descanso hasta entonces.
El tono de sus lamentos fue creciendo en intensidad, hasta crear un ambiente tétrico y ensordecedor. Se estremeció la biblioteca de arriba a abajo, abriéndose todos los postigos de la sala. Y a un escalofriante chirrido de la puerta, giró ésta sobre sus goznes para descubrir ante mí, aterrador e inmundo, el putrefacto espectro de Don Carolo...
