El color de los ojos de Alicia tenia el justo matiz que surge de la línea que se forma cuando el cielo descansa apoyándose en el mar. Con apenas cuatro años, ya conocía por experiencia la cruel rutina del sufrimiento.
En su dormitorio, allá en su hogar, su padre había pegado al techo unas estrellas fosforescentes. Cada noche, antes de dormir, las observaba, pensando que eran las velas de los ángeles: los amigos de su mamá, que la cuidaban en algún lugar del cielo. Y ahora en el hospital, tan alejada de casa, las añoraba con tristeza.
Su padre, siempre a su lado, observaba como Alicia se iba poco a poco ausentando. Con el alma impotente y rota, aguardaba el inevitable momento en que dejaría de sufrir. La implacable enfermedad habitaba en todo su cuerpo, como un indeseable huésped que llegó sin avisar.
Las estrellas, Papá… las estrellitas… -susurraba Alicia, con un frágil hilo de voz-. Abrazada a la muñeca rota de su madre -La quiero más, porque está malita, como yo-, esperaba alguna noche verlas brillar.
Pero estaban lejos de casa: de su anhelado cuarto. Y además era invierno, el firmamento estaba cubierto, las estrellas escondidas, y la lluvia no parecía querer dar tregua al cielo raso.
Aquella noche, cuando la máquina que la sostenía comenzó a gemir como una despedida, él tomó una comprometida decisión. La desconectó. Envolvió a la niña en varias mantas, y forzando una ventana que daba a la azotea del bloque contiguo, salió al exterior. Allí, bajo un cielo que parecía contener la respiración, de pronto comenzó a nevar.
¿Ves, Alicia? -le anunciaba el padre- Son las lágrimas blancas de las estrellas, que vienen a jugar contigo. Lloran de alegría por ti.
Ella, por primera vez en mucho tiempo, sonrió: un gesto de felicidad que podría ser la envidia de cualquier amanecer. Y apretó, más fuerte que nunca, la muñeca contra su pecho.
Tengo frío, papá —susurró. —Tengo mucho frío… Ya no tengo frío, papá…
Y entonces, se apagó el azul de sus ojos... Y como en su cuento favorito, Alicia cruzó el espejo. Lo atravesó sin miedo, con la certeza de que al otro lado los niños como ella juegan eternamente, sin dolor, bajo un cielo enorme donde siempre brillan las estrellas.

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