Ella destapó el frasco del café y se sirvió tres veces: la cucharilla
golpeó la porcelana con el mismo sonido metálico de cada amanecer. Aún
disfrutaba de aquel instante: el agradable calor entre las manos, el
primer sorbo amargo, la promesa de una rutina idéntica. Lo que no había
logrado aprender era a mirar las grietas del techo sin que le doliera la
casa entera.
Cerró los ojos, sintiendo el peso de la manta vieja sobre los hombros, y por un instante deseó que la vida, como aquel café, dejara de quemar tanto para poder tragarla de golpe.
