Su hija había adherido pequeñas etiquetas al mando de la televisión, explicando en cada una de ellas qué función cumplía cada botón. Para él, esas innecesarias pegatinas con nombres suponían una humillación pública a su intelecto. El acto de pulsar el botón ya no era algo automático; era un pequeño examen diario donde siempre temía equivocarse. Por otra parte, odiaba tener que depender de esa guía que parecía pensada para críos. En resumen, sentía mucha vergüenza: el mando no era ya un simple control, sino una prueba de cargo añadida para evidenciar su inevitable declive.
