El tren traqueteaba bajo una lluvia fina que empañaba los cristales. Se acercaban las fiestas de Navidad y él apenas podía estarse quieto en el asiento. Miraba el reloj cada cinco minutos; faltaba poco para llegar a la estación, para el abrazo de su madre y el frío seco del pueblo. En el portaequipajes, su maleta guardaba los regalos que había tardado todo un año en comprar.
Cuando el revisor anunció la parada, bajó al andén con el corazón a mil. Corrió por su calle, subió las escaleras de dos en dos y abrió la puerta de casa con su vieja llave.
—¡Ya estoy aquí! —gritó con alegría.
Pero la casa estaba en silencio. Caminó por el pasillo, extrañado por la quietud del lugar, por el olor a cerrado y las sábanas blancas cubriendo los muebles, como si nadie hubiera vivido allí en décadas. Al pasar por delante del espejo de la entrada, se detuvo por puro instinto, pero el cristal no le devolvió su imagen. En lugar de su rostro, el espejo mostraba el amasijo de un vagón de tren destrozado, hierros retorcidos y una luz blanca, cegadora, que lo envolvía todo.
Sintió un sacudida violenta y, de golpe, el silencio se rompió. Estaba sentado otra vez en su asiento, frente a la ventanilla empañada.
—Próxima parada —volvió a anunciar la voz monótona del revisor.
Él sonrió, olvidando el escalofrío anterior, y miró de nuevo el reloj con impaciencia. Condenado a viajar eternamente... hacia un encuentro que nunca llegaría a producirse.
