El Azul del Mar (II)






Derrapamos, en la esquina de Carla, con el bólido celeste del 86, para terminar aparcando de bruces contra un contenedor de basura, del que salió disparado un gato que besó la meta de aquel callejón sin salida como un crucificado.

Los ojos melaza de la chica -delimitando su peculiar mundo de tinieblas-, asomaron su dulce tristeza como cada día entre las rancias cortinillas de aquella oficina gris, donde lapidaba su juventud, de ocho a quince horas, desde los trece años. Aquella cotidiana visión aún me hacía estremecer, incluso después de tanto tiempo esperando…

-¡Eres un imbécil imperdonable!- me increpó Luís.- ¡Ya estoy cansado de tu inmadura actitud de quinceañero exhibicionista! ¿Acaso no hay algún modo más sutil para llamar la atención de una invidente?-

Ninguno y todos. Si realmente existe algún dios, seguramente inventó este mundo para ser profanado una y otra vez por aquellos pies divinos. ¡Cielos! Aquella pálida tez, mórbida y a la vez sobrecogedora, se me insinuaba de elfo tras la gasa envejecida del deslucido ventanal. Tan cerca de mi corazón; tan lejos de mi alma...

-¡Daos prisa!- exclamó Víctor desde el Cuartel.- ¡El equipo saliente de guardia ha tenido que acercarse hasta el complejo turístico de la zona norte! ¡Todo está ardiendo! ¡Si nos apremiamos quizá podamos alcanzarlos todavía! ¡Cualquier ayuda será bien recibida: dicen que el incendio es bárbaro!-

Allá, a lo lejos, la turbia figura de la rojiza camioneta serpenteaba entre el polvo del sendero, camino del infierno. Ningún filósofo, ningún profeta, pudo augurar nunca una visión tan dantesca como aquella que contemplaron nuestros perplejos ojos nada más llegar: contorsionados restos sin vida, devorados por la voracidad de las llamas, iban formando anárquicamente un sugerente y caprichoso museo del horror; un camposanto de tenebrosos troncos inertes, calcinados y desparramados entre la hojarasca seca. El hedor a carne abrasada se hacía prácticamente insoportable.

Al otro lado, abatidos e impotentes, alternando un silencio sepulcral con la histeria más dolorosa, nuestros compañeros se abrazaban como niños, llorando con amargura: no habían podido sofocar el maldito incendio. Ni al menos en parte, llegar a controlarlo. Lamentablemente, nada pudo suplir al líquido elemento.

Aquel fue solo el principio de la cuenta atrás: la rabia, a veces contenida, fue dejando paso a la desmoralización generalizada… En los días venideros, cuando la población fue tomando conciencia del alcance de la hecatombe, se inició la peregrinación atea, la huida hacia delante: un ejercito de cuerpos sin alma, una sola legión de almas sin cuerpo, desterrada de su propio mundo, se alargaba, como si de una sombra funesta se tratase, camino hacia ninguna parte. Nadie recordaba ya de donde venía o quien era; solo una idea fija martilleaba en sus sienes hasta la desesperación: agua, agua, agua, agua...

Yo intuyo su siniestro desfile mientras yazgo en el suelo, esperando mi final. No puedo abrir los ojos. No logro moverme. Solo alcanzo a escuchar como se me va rasgando la piel cuando respiro. Y no reparo en nada más. Ni siquiera siento dolor. Creo que ya estoy muerto. Pero tampoco puedo asegurarlo. Espero que alguien quede vivo para contarlo. Y que finalmente sirva para algo.