
A la abuela Carmen le encantaba tomar de postre gajos de naranja macerados en aceite y azúcar; naranja picá, que los llamaba. Recuerdo sus besos de manzana ácida y sus abrazos de amor con aroma a naftalina. Y recuerdo también su mirada azul de niña buena tras aquellos ojillos divorciados, un distanciamiento familiar del que culpaba a un mal cirujano que se empeñó en empeorar su ya marcado estrabismo.
Una tarde enfermiza de febrero la abuela tuvo un enfado muy grande con su vesícula, y se olvidó de seguir viviendo. La odié por aquello durante mucho tiempo; pero resulta difícil perdonar a un muerto cuando tienes seis años de edad...
Nunca llegué a descifrar el por qué, pero la presencia de Enriqueta siempre terminaba provocando en mí una regresión mental hasta los tiempos en que la abuela aún seguía viva. Desde que aquella paciente ingresó en la planta de cirugía donde yo trabajaba fui consciente de que me transmitía un déjà senti con el que conseguía transferirme de nuevo a la infancia. No sé... La fragilidad de sus manos, el peculiar olor de su cabello, la tonalidad de su voz... Algo mágico y perturbador que lograba aflorar en mí sentimientos ya olvidados.
Enriqueta aguardaba en lista de espera su turno para morir. Pero lo hacía con un humor y una integridad de espíritu admirables, a pesar de no tener ningún estímulo familiar en el que apoyarse. Cada amanecer, tras la rutinaria higiene matutina que por su delicada salud se le practicaba en la misma cama, nos rogaba que le facilitáramos un neceser que siempre arrastraba consigo. Tras esto, y procediendo con la metódica más exquisita de un prestigioso cirujano, embellecía su tez y sus labios como si tuviera que afrontar la primera cita de una novia quinceañera. Alguna vez bromeé con ella sobre su peculiar costumbre, llamándola incluso presumida.
- Presumida serás tú, querida niña –me contestó-. Porque en el fondo piensas que eres tan guapa que no necesitas ni siquiera utilizar maquillaje.
Una mañana, Enriqueta se quedó profundamente dormida. Y, como la abuela Carmen, empezó también a olvidar lo hermosa que era la vida. Sus constantes vitales se alteraron tanto que no quedó más remedio que ordenar su traslado hasta un servicio más especializado. Habían transcurrido tan sólo unas horas, y sin embargo ya empezaba a echar de menos su sonrisa, su voz... Sin ser hasta aquel preciso instante muy consciente de ello, intuí que aquella desconocida había dejado de ser una simple paciente para pasar a formar parte inseparable de mi vida.
Cuando aquella jornada terminé mi turno de trabajo, decidí que emplearía unas horas de mi tiempo acompañándola: no le podía ofrecer mejor despedida. Tomé asiento a un lado de su cama, y acunando su mano entre las mías me dormí como un bebé, justo como lo hacía con la abuela...
No sé cuanto tiempo pasó, pero de pronto me incorporé sobresaltada. Giré el rostro hacia la cabecera de la cama y Enriqueta permanecía allí, observándome con una mirada tierna:
-No he querido despertarte, Mercedes, pero ahora tienes que hacerme un favor... –me susurró con una voz angelical-. No puedo presentarme así, allá donde voy...
La mejoría de la muerte, lo llaman. Enriqueta, minutos después, volvió a cerrar sus ojos para no abrirlos ya jamás. Pero no sin antes haber contorneado sus labios con una ultima dignidad de carmín.