Dedicado a F osca Drástica,
y al submundo de extrañas relaciones
que pernoctan en su cabecita...
Héctor tiene 47 años, es soltero de profesión, fumador pasivo, no toma alcohol, no ronca al dormir -sólo en la media hora diaria de obligada siesta-, y se mal gana la vida honradamente tras la ventanilla de una caja de ahorros en un aburrido barrio de la periferia salmantina. Nunca ha andado con fulanas: se lo prohibió su madre, a la que enterró hace años, pero de la que aún conserva algún mal recuerdo. Tiene un Carlino hembra color azabache, con cataratas en un ojo y sin pedigrí. El animal atiende por Poti, aunque Hector nunca recuerda ni cuándo ni dónde surgió aquel ridículo nombre. Sólo tiene claro que es tan legítimo como cualquier otro apelativo absurdo para perro. Poti es arisco y huraño. Suele esperar sentado pacientemente para ladrar a la gente que pasa junto a su balcón. Preferentemente a los ancianos y a los niños. Pero vive con su dueño en un séptimo piso, y nadie alcanza siquiera a escucharlo. En su adolescencia, Hector siempre fue el encargado de llevar el tocadiscos y los vinilos a los guateques donde era invitado. Nunca hablaba con nadie; jamás sacó a bailar a ninguna chica. Entonces no era consciente de por qué sus amigos lo invitaban con tanta frecuencia a las fiestas que organizaban. Pero se sentía respetado, y le bastaba con eso. Hoy en día intenta recordar el apellido de alguno de ellos, y no le viene a la memoria ni un maldito apodo. Tampoco le importa mucho; al menos eso le gusta pensar. Hector no conserva ningún amigo de entonces. Hector, de hecho, nunca ha tenido ningún amigo.
Sandra, huérfana de madre desde el nacimiento, coronó hace cuatro peldaños la quinta planta de su vida. No tiene trabajo. En verdad, jamás ha trabajado en nada. Ni siquiera tuvo oportunidad de acabar el graduado escolar. Su padre siempre pensó que su única hija no había nacido para romper sus uñas trabajando fuera de una cocina decente. Por eso siempre anduvo buscándole un buen partido, un hombre-hombre, que la respetara, que la mantuviera, que se encargara de su educación y fuera el apéndice del porvenir económico que él ya le había asegurado de por vida. El dinero a veces no puede suplirlo todo, pero su arrogancia machista no alcanzó a entender esta básica filosofía de pueblo. Sandra nunca pudo casarse. Tampoco, como suele decirse, llegó a conocer hombre alguno. Cuando el patriarca murió, la joven vendió el negocio y se mudó a la capital. Nunca tuvo claro si lo hizo para acabar huyendo de su propio pasado, o de sí misma. No consiguió ni lo uno ni lo otro. Porque la soledad es una carroñera de almas que no tolera soltar a su presa. Por eso Sandra compró un perro, un cachorro de Tosa Inu al que bautizó como Salk. Tampoco supo nunca el por qué de aquel extraño nombre, pero le pareció elegante. Además, el animal era suyo, y a nadie más le importaba. Era un perro medio imbécil: no obedecía mandato alguno, y solía aliviarse encima del mejor sillón de la casa. Un día Salk se infesto de piojos. Sandra lloró aquella mañana como nunca lo había hecho. Ni siquiera en el entierro de su padre.
Los destinos de aquellas dos criaturas jamás habían llegado a cruzarse. A pesar de que tras cada amanecer acompañaban puntualmente a sus chuchos al parque de la Alamedilla, para que desaguasen en un pipican. Con un desfase horario de diez minutos entre visitas, claro. Una mañana de mayo la panadera del barrio acudió a su tahona con una jaqueca terrible. Por eso la primera hornada de baguettes acabó calcinada. Sandra tuvo que esperar con resignación su nuevo turno durante otros diez minutos, el tiempo preciso para que acudiera tarde a la fisiológica cita diaria de Salk. Un banco de forja celebró el feliz encuentro de los cuatro. Buenos días. Buenos días. Que fría se ha levantado hoy la mañana. Sí, dicen que se acerca una borrasca... La vulgaridad y la sosería nunca estuvieron reñidas con las buenas costumbres. Salk y Poti, sin embargo, no mediaron palabra alguna. En su caso hubiera resultado muy chocante. Se saludaron, eso sí, a su manera, olisqueándose el culo, antes de organizar la única postura del kamasutra que ellos intuían como propia. Durante los cinco minutos que duró el entremés, ninguno de los dos jóvenes masculló palabra alguna. Cuando finalmente bajó el telón, ambos hicieron mutis por el foro; nadie esperó al segundo acto. Hubiera sido una perfecta excusa para entablar una conversación. Pero aún no había anochecido, ni el cielo estaba estrellado, ni les acompañó una bella melodía en off. Por eso Hector y Sandra no acabaron enamorándose en aquella ocasión. Ni en ninguna otra. A veces los seres humanos hacemos complicadas las relaciones. Afortunadamente para ellos, los perros tienen otro concepto de la vida.