La Falsa Tregua (y II)

 

 
 
 
[(Leer previamente La Falsa Tregua (I)]
 
 

Tras apagar las luces del árbol, subió las escaleras evitando el sexto peldaño, el que siempre crujía y amenazaba con romper el silencio de la casa. Al meterse en la cama, el frío de las sábanas la devolvió definitivamente a la realidad: la tregua de la Nochebuena había terminado y el desolador calendario se volvía a activar para repetir otro año idéntico.

Pocas horas después, una manita tibia le rozó la mejilla: su hijo, de tres años, apareció junto a la cama, con su pijama de gatos, con el pelo castaño revuelto, como si se hubiera peleado con la almohada. Su cara no mostraba la alegría de las fiestas, sino más bien un asombro teatral, tras haber detectado que algo en la casa se había quebrado durante la noche.

—Mamá —susurró—, el árbol se ha apagado.

Ella abrió los ojos y se encontró con una pura e intensa mirada azul. La incipiente luz que se colaba por la ventana no era viva ni dorada, sino de un tono gris apagado: el de un día cubierto que lo revelaba todo sin adornos.

—Se habrá quedado dormido, cariño —respondió ella con la voz ronca, e incorporándose con cierto esfuerzo—. Estará muy cansado después de tantos días brillando.

Bajaron juntos a la cocina, y el niño se detuvo frente al árbol. En la penumbra de la mañana, sin el artificio de los colores, el abeto parecía un armazón sin vida cargado de adornos baratos. Él se acercó y, con un gesto de melancolía absoluta, acarició una de sus bolas de plástico. 

Ella lo observó desde el umbral. Allí, predominando en la escena, estaba el polvo acumulado en el mueble del televisor y en las esquinas del techo... Pero también estaba él: una pequeña estrella natural que no necesitaba interruptor alguno. Y esa fue la gran verdad: aunque la Navidad fuera un simulacro, el peso de ese niño en sus brazos mientras lo levantaba para que no tocara el suelo frío era lo único que mantenía la casa en pie.

—¿Lo encendemos otra vez? —preguntó él, mirándola con una esperanza que dolía. 

Ella dudó, mientras su dedo rozaba el interruptor. Sabía que cada minuto de luz era un extra que ya no podía permitirse más. Pero ver aquella cara de asombro era la única forma de no terminar mirando las grietas de la pared.

—Vale. Pero solo un ratito... que luego tendrá que descansar —mintió ella. Y volvió a encender la ficción de la Navidad.