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21 noviembre 2009

Los Casos de Jáimez: Muerte Súbita




(Muerte Súbita - Ximena Medina, 2004)





- Así lo certificó el acta de defunción: Exitus por muerte súbita. El forense no encontró nada extraño, a pesar del minucioso reconocimiento que tuvo que practicar al cadáver. Bueno, faltaría a la verdad si obviase un pequeño detalle, pues en realidad si que surgió algo inusual en el examen del cuerpo: decenas de puntos hemorrágicos sembrados anárquicamente por todo el pericardio. Técnicamente se les llaman petequias. Nada, en último término, a lo que el facultativo pudiera darle una explicación científica. Posiblemente un sufrimiento del corazón, previo a la parada cardíaca, pero no relevante para el caso. Llegados a este punto, por tanto, no quedaba ya ninguna duda sobre la causa del fallecimiento. Ya le digo, una muerte súbita en toda regla.

- De hecho, inspector Jáimez, hablamos de un varón sano, sin factores de riesgo conocidos ni antecedentes familiares destacables. No hubiese sido lógico pensar en ningún otro diagnóstico.

- Lo sé, Calvillo, lo sé... Sin embargo de este caso emanaba un tufillo extraño que me hizo presagiar algo más allá de las hipótesis de trabajo puramente científicas. Podríamos decir que tuve una extraña intuición: llamémosla metafísica, si quiere, pero algo a fin de cuentas que escapaba a mi razón.

- ¿Realmente no hubo entonces ningún indicio racional, inspector?

- Ninguno, Calvillo, ninguno: somos profesionales, y no debemos guiarnos por augurios clarividentes. De hecho no existía ningún sospechoso, por lo que nadie tuvo que justificar coartada alguna. Incluso Sonia, la infeliz viuda, tampoco tenía nada que ocultar. Era una mujer seria y reservada: así me la describieron sus vecinos. Nunca solía salir de casa; y cuando en contadas ocasiones lo hacía, siempre era acompañando a su esposo. Fuera de estos escarceos, ninguna vida social. Conseguí una orden judicial para registrar la vivienda, mero protocolo, aunque no llegué a descubrir nada que pudiera inculparla. Ni una pequeña evidencia que poderle imputar. A veces me sorprendo a mí mismo intentando acusar a alguien por simple necesidad. Debe ser la deformación profesional que me han impuesto los muchos años de servicio.

- Entonces, inspector, podemos hablar de un caso cerrado, ¿no?

- Ni siquiera eso, amigo Calvillo: las evidencias nos confirman que en realidad nunca hubo caso.




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La escrupulosa inspección que la brigada de la policía científica llevó a cabo en la casa del difunto sólo pasó por alto dos insignificantes detalles: a nadie le extraño encontrar, junto a la caja de la costura, aquel curioso alfiletero de fieltro con forma de muñeco; con su pequeño corazoncito atravesado por decenas de finísimas agujas. Por otro lado tampoco nadie estimó oportuno indagar en las raices haitianas de la viuda.

Cuando todos se marcharon, Sonia pudo al fin esbozar una ácida sonrisa: en un plazo no inferior a siete días extraería, uno a uno, todos aquellos mortales alfileres.

Aquel singular detalle sería la espoleta que detonara finalmente la reversión del terrorífico proceso: las neuronas de aquel cerebro muerto se reactivarían, produciendo en el cadáver una lacerante sensación de irreparable dolor. Horas después se irían sumando, uno tras de otro, los demás sentidos; justo cuando empezara a ser más evidente su avanzada descomposición. Y en último término, consciente y horrorizado, aquel cuerpo se enfrentaría durante el resto de sus días a una lenta y agónica pesadilla: la de la muerte en vida.

Una idéntica sensación a la que ella había experimentado durante los años en que sufrió, desde la primera a la penúltima, todas sus horribles vejaciones.












14 noviembre 2009

Geometría








Cuando el deseo se vuelve geométrico, rehuyendo la anarquía de las formas, la pasión se acomoda en su diván, exigiendo cita previa. Los besos, entonces, empiezan a olvidar su aroma; y la fugacidad del momento va transformándolos, después, en gélidos relojes de arena que desgranan con insensible dilación las horas muertas. Tristes hojas de otoño, que acaban despeñándose entre el amanecer y el alba...

Apenas recuerdo ya el paladar de tu boca.








08 noviembre 2009

El Objetivo









Fecha: 8 de Noviembre de 2059.
Lugar: La Tierra.


Debíamos de partir al alba, sin más demora. Dos Compañías de nuestro mismo Batallón habían tratado de alcanzar el objetivo algunas horas antes, pero su tentativa, desdichadamente, resultó infructuosa. Así, en esta ocasión, fue el propio General en persona quien salió a despedirnos antes de nuestra marcha:

- Sois jóvenes, y soy consciente de ello. Aunque también lo eran vuestros compañeros, los que os precedieron en esta ardua operación… ¡Pero ellos se entregaron con osadía hasta las últimas consecuencias, defendiendo un ideal en el que siempre habían creído! También sé que la formación que habéis recibido no ha sido la más completa, la más acorde con el objetivo que deberéis de cumplir. Aunque para mí la veteranía tampoco ha significado nunca mayor grado. Me consta ante todo que sois soldados de valía, y que estaréis dispuestos a entregaros con arrojo hasta la muerte. No lo espero, lo sé. Las primeras órdenes de esta misión ya debéis de conocerlas; el destino, por ahora, seguirá siendo un alto secreto. Se que os alegrará conocer que el Capitán Sthick será quien os tutele hasta el final. También él os completará los últimos detalles, llegada la hora. ¡Soldados: cumplan con honor su cometido! ¡Flagelo siempre flagela!

Emocionados, coreamos al unísono el saludo a la Compañía del Gran Flagelo Azul, y aguardamos ansiosos el instante preciso en el que Sthick debía de indicarnos el inicio de aquella larga jornada. Nadie hubiera podido cuantificar la adrenalina que debía estar fluyendo es esos instantes con total libertad por mi organismo, pues el corazón parecía querer dinamitarme el pecho en cien mil trocitos minúsculos.

Transcurrieron tres ciclos de tiempo completos, y a una señal de nuestro Capitán, irrumpimos a toda prisa en aquel húmedo y lóbrego pasadizo que parecía no tener fin. A partir de entonces nuestra progresión fue un continuo ascenso por aquella abrupta cima. Fue allí donde muchos de los nuestros empezaron a quedarse rezagados… Para siempre.

No se habían cumplido aún quince ciclos, cuando la luz de aquel insufrible hueco fue abriéndose como el amanecer de un día estival, dándonos paso a una insólita gruta de dimensiones algo más desahogadas. Llegados a este enclave, Sthick dispuso hacer un alto en el camino para pasar a detallarnos la nueva situación:

- Aquí están vuestras últimas órdenes: necesitamos invadir la Zona C. Ese es nuestro objetivo. Y debe ser esta misma noche. Mañana todo esfuerzo será ya en vano. Será suficiente si uno solo de nosotros consigue franquear las cubiertas protectoras de la misma. Si logramos hacerlo podremos considerar esta misión como un completo éxito. De los demás, nunca se sabrá nada: ninguno regresará con vida al campamento base. Los ciclos temporales durante los cuales hemos estado expuestos a esta atmósfera viciada , son suficientes para iniciar la degeneración progresiva de nuestra materia corpórea. Y ya habéis comprobado en muchos de vuestros compañeros que el proceso resulta irreversible ¿Alguien quiere hacerme alguna pregunta?

Nunca el silencio pudo resultar tan lacerante. Entonces el Capitán se puso en pie, y alargando la mano derecha hasta la altura de su frente fue girando la cabeza para saludarnos en grupo por última vez. Después, dispuso que continuáramos con la marcha tras de él.

Y así lo hicimos. Siete unidades de distancia más adelante, logramos distinguir la entrada de la trompa de Falopio derecha de Carol; el óvulo, quedaba poco más allá...





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Aquella insólita gripe de indecible nombre que asoló el planeta a principios del siglo XXI, había hecho estragos entre la población masculina: el 95% de los varones quedó estéril. Así, bajo el auspicio de los gobiernos mundiales, nacieron las figuras de los Inseminadores Sociales, que trabajaban diariamente a destajo para compensar aquella virilidad diezmada. Todo resultó inútil.












03 noviembre 2009

¡Silencio, Por Favor!









Dedicado a Polidori.









- ¿Está aquí el doctor de guardia?

- Sí, agente: yo soy el enfermero, ¿qué es lo que ocurre?

- Nos han avisado por teléfono al cuartelillo: una señora intenta despertar a su padre que está encamado, pero no consigue que éste le responda.

- ¿Sabe usted si aquel hombre respira?

- Es lo primero que le hemos preguntado, pero ella dice que no tiene estudios para determinar eso. Si quieren tenemos ahí fuera el coche patrulla, así que pueden acompañarnos y les abriremos el paso hasta el lugar.

Avisé sin dudar al médico, para no hacerles esperar. Mi compañero cogió su fonendoscopio y su talonario de recetas (¿?), y yo agarré un pequeño maletín con medicación. Corría el año 1985, y por aquel entonces sólo había un equipo sanitario de guardia en aquel ambulatorio, así que no era habitual salir a la calle si no se trataba de una verdadera urgencia. Las heridas y cortes se atendían en la contigua Casa de Socorro; y a los accidentados de tráfico los recogía una ambulancia que los trasladaba directamente al hospital, sin mediar atención de ningún tipo. Sino era finalmente, y por desgracia, el propio vehículo de pompas funebres quién tuviera que hacerse cargo del servicio. Además, no se atendían avisos por teléfono, de manera que algún familiar del solicitante tenía que acudir personalmente a firmar nuestra salida para que pudiéramos justificar la misma en caso de que ocurriera algo en nuestra ausencia. No disponíamos de ambulancia propía, de desfibrilador o de electrocardiógrafo. En realidad no recuerdo que tuviésemos ni siquiera un ambú. El caso es que acudimos sin demora hasta el domicilio requerido, casi con lo puesto, y entramos en aquella casa vociferando, y a toda prisa.

- ¿Dónde está el paciente?

- ¡Aquí! ¡Sigan rectos hasta el fondo! -escuchamos desde muy lejos.

Y atravesando sin pausa un largo y estrechísimo pasillo llegamos hasta el último dormitorio de la casa. Allí nos encontramos el cuerpo de un varón anciano, que yacía pétreo en una cama de matrimonio, con la casi certeza visual de llevar muchas horas ya fallecido. La que dijo ser su hija, en apariencia ajena a la realidad del cuadro, permanecía en una esquina de la habitación con las manos en los bolsillos de su bata, apoyada en la pared y extrañamente serena.

- ¿Cuánto tiempo lleva así? Vaya, me refiero a sin poder moverse... -preguntó cauto mi compañero de guardia.

- No sabría que contestarle -titubeó la aún no oficialmente huerfana-. Anoche decidió acostarse muy temprano, porque decía que no se encontraba bien. Es que yo duermo en otra habitación, con mi madre, que está paralítica desde hace un año.

El médico, girándose hacia mí, vino a obsequiarme con una mantenida mirada de poker, mientras levantaba el rígido brazo de aquel cuerpo inerte para controlar su inexistente pulso. Después, con una solemnidad exquisita, extrajo un fonendoscopio del bolsillo de su americana, desabrochó uno de los botones del pijama del cadáver, y mientras se agachaba para auscultarlo me dijo en voz baja:

- Por favor: ve tomándole la tension.

Yo, colocado justo en el lateral contrario de la cama, obedecí sin rechistar, a pesar de que sabía exactamente cuales iban a ser las cifras sistólica y diastólica de aquel paciente.

- No consigo oir nada -puntualicé al minuto. Pensé que era la mejor respuesta que podía darle delante del familiar.

- Carga entonces una ampolla de Efortil y se la inyectas intravenosa -me replicó el galeno.

Así lo hice con diligencia. El ambiente que se respiraba en aquella habitación tornaba tenso por momentos. La hija continuaba expectante en su reservada esquina; mi compañero muy pendiente de la evolución de mi trabajo; y yo, con la paciencia al límite, pensando en cómo concluiría finalmente aquella disparatada historia. Cuando finalicé la técnica me puse en pie, y ambos volvimos a cruzar la mirada, para mantenerla así durante algunos segundos. De pronto, el médico se volvió hacia la mujer para decirle:

- Mire, señora, hemos hecho todo lo humanamente posible por su padre. Ahora, lo único que resta es esperar -y girándose hacia un enorme ventanal que se hallaba frente por frente de la cama, prosiguió explicándole-. Hay demasiada luz aquí: sería deseable bajar esa persiana, y después correr totalmente las cortinas. Así, sin ruido y con la habitación en penumbras, el paciente reposará más tranquilo- y él, personalmente, lo hizo. Después, mirando con atención su reloj de pulsera, continuó aconsejándola.- Mire, señora: son ahora las diez y media... Sería prudente que aguardáramos un par de horas más, para esperar la bondad del tratamiento. Mientras tanto, usted me lo va observando de vez en cuando. Nosotros, como usted comprenderá, debemos de marcharnos ya: el servicio de urgencias está sólo, y tenemos la obligación de atender a todo un pueblo. Buenos días, señora...

Cuando iniciamos el retorno con dirección a la calle, aquella mujer, que ni siquiera se había movido de la esquina donde se apoyaba, nos interrogó serenamente con curiosidad:

- Y entonces, señor doctor, si dentro de dos horas mi padre continua igual, ¿vuelvo a llamarles de nuevo?

El médico, ya desde el pasillo de salida, giró un instante la cabeza para sentenciar:

- Si eso ocurre, señora, sería más prudente que avisara con diligencia a la funeraria del pueblo.

Volvimos los cuatro en el coche patrulla hasta el ambulatorio, sin mediar una sola palabra. Al salir del vehículo dimos las gracias a la policia por su colaboración. Ya, bajando la rampa que daba acceso a la puerta de entrada del servicio de urgencias, el médico detuvo sus pasos y se giró hacia mí, consciente de que yo necesitaba algún tipo de explicación:

- Lo siento, pero no puedo remediarlo: nunca encuentro el momento preciso para dar una mala noticia.










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