- Así lo certificó el acta de defunción: Exitus por muerte súbita. El forense no encontró nada extraño, a pesar del minucioso reconocimiento que tuvo que practicar al cadáver. Bueno, faltaría a la verdad si obviase un pequeño detalle, pues en realidad si que surgió algo inusual en el examen del cuerpo: decenas de puntos hemorrágicos sembrados anárquicamente por todo el pericardio. Técnicamente se les llaman petequias. Nada, en último término, a lo que el facultativo pudiera darle una explicación científica. Posiblemente un sufrimiento del corazón, previo a la parada cardíaca, pero no relevante para el caso. Llegados a este punto, por tanto, no quedaba ya ninguna duda sobre la causa del fallecimiento. Ya le digo, una muerte súbita en toda regla.
- De hecho, inspector Jáimez, hablamos de un varón sano, sin factores de riesgo conocidos ni antecedentes familiares destacables. No hubiese sido lógico pensar en ningún otro diagnóstico.
- Lo sé, Calvillo, lo sé... Sin embargo de este caso emanaba un tufillo extraño que me hizo presagiar algo más allá de las hipótesis de trabajo puramente científicas. Podríamos decir que tuve una extraña intuición: llamémosla metafísica, si quiere, pero algo a fin de cuentas que escapaba a mi razón.
- ¿Realmente no hubo entonces ningún indicio racional, inspector?
- Ninguno, Calvillo, ninguno: somos profesionales, y no debemos guiarnos por augurios clarividentes. De hecho no existía ningún sospechoso, por lo que nadie tuvo que justificar coartada alguna. Incluso Sonia, la infeliz viuda, tampoco tenía nada que ocultar. Era una mujer seria y reservada: así me la describieron sus vecinos. Nunca solía salir de casa; y cuando en contadas ocasiones lo hacía, siempre era acompañando a su esposo. Fuera de estos escarceos, ninguna vida social. Conseguí una orden judicial para registrar la vivienda, mero protocolo, aunque no llegué a descubrir nada que pudiera inculparla. Ni una pequeña evidencia que poderle imputar. A veces me sorprendo a mí mismo intentando acusar a alguien por simple necesidad. Debe ser la deformación profesional que me han impuesto los muchos años de servicio.
- Entonces, inspector, podemos hablar de un caso cerrado, ¿no?
- Ni siquiera eso, amigo Calvillo: las evidencias nos confirman que en realidad nunca hubo caso.
La escrupulosa inspección que la brigada de la policía científica llevó a cabo en la casa del difunto sólo pasó por alto dos insignificantes detalles: a nadie le extraño encontrar, junto a la caja de la costura, aquel curioso alfiletero de fieltro con forma de muñeco; con su pequeño corazoncito atravesado por decenas de finísimas agujas. Por otro lado tampoco nadie estimó oportuno indagar en las raices haitianas de la viuda.
Cuando todos se marcharon, Sonia pudo al fin esbozar una ácida sonrisa: en un plazo no inferior a siete días extraería, uno a uno, todos aquellos mortales alfileres.
Aquel singular detalle sería la espoleta que detonara finalmente la reversión del terrorífico proceso: las neuronas de aquel cerebro muerto se reactivarían, produciendo en el cadáver una lacerante sensación de irreparable dolor. Horas después se irían sumando, uno tras de otro, los demás sentidos; justo cuando empezara a ser más evidente su avanzada descomposición. Y en último término, consciente y horrorizado, aquel cuerpo se enfrentaría durante el resto de sus días a una lenta y agónica pesadilla: la de la muerte en vida.
Una idéntica sensación a la que ella había experimentado durante los años en que sufrió, desde la primera a la penúltima, todas sus horribles vejaciones.
- De hecho, inspector Jáimez, hablamos de un varón sano, sin factores de riesgo conocidos ni antecedentes familiares destacables. No hubiese sido lógico pensar en ningún otro diagnóstico.
- Lo sé, Calvillo, lo sé... Sin embargo de este caso emanaba un tufillo extraño que me hizo presagiar algo más allá de las hipótesis de trabajo puramente científicas. Podríamos decir que tuve una extraña intuición: llamémosla metafísica, si quiere, pero algo a fin de cuentas que escapaba a mi razón.
- ¿Realmente no hubo entonces ningún indicio racional, inspector?
- Ninguno, Calvillo, ninguno: somos profesionales, y no debemos guiarnos por augurios clarividentes. De hecho no existía ningún sospechoso, por lo que nadie tuvo que justificar coartada alguna. Incluso Sonia, la infeliz viuda, tampoco tenía nada que ocultar. Era una mujer seria y reservada: así me la describieron sus vecinos. Nunca solía salir de casa; y cuando en contadas ocasiones lo hacía, siempre era acompañando a su esposo. Fuera de estos escarceos, ninguna vida social. Conseguí una orden judicial para registrar la vivienda, mero protocolo, aunque no llegué a descubrir nada que pudiera inculparla. Ni una pequeña evidencia que poderle imputar. A veces me sorprendo a mí mismo intentando acusar a alguien por simple necesidad. Debe ser la deformación profesional que me han impuesto los muchos años de servicio.
- Entonces, inspector, podemos hablar de un caso cerrado, ¿no?
- Ni siquiera eso, amigo Calvillo: las evidencias nos confirman que en realidad nunca hubo caso.
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La escrupulosa inspección que la brigada de la policía científica llevó a cabo en la casa del difunto sólo pasó por alto dos insignificantes detalles: a nadie le extraño encontrar, junto a la caja de la costura, aquel curioso alfiletero de fieltro con forma de muñeco; con su pequeño corazoncito atravesado por decenas de finísimas agujas. Por otro lado tampoco nadie estimó oportuno indagar en las raices haitianas de la viuda.
Cuando todos se marcharon, Sonia pudo al fin esbozar una ácida sonrisa: en un plazo no inferior a siete días extraería, uno a uno, todos aquellos mortales alfileres.
Aquel singular detalle sería la espoleta que detonara finalmente la reversión del terrorífico proceso: las neuronas de aquel cerebro muerto se reactivarían, produciendo en el cadáver una lacerante sensación de irreparable dolor. Horas después se irían sumando, uno tras de otro, los demás sentidos; justo cuando empezara a ser más evidente su avanzada descomposición. Y en último término, consciente y horrorizado, aquel cuerpo se enfrentaría durante el resto de sus días a una lenta y agónica pesadilla: la de la muerte en vida.
Una idéntica sensación a la que ella había experimentado durante los años en que sufrió, desde la primera a la penúltima, todas sus horribles vejaciones.