Jamás hubiera puesto en duda la reputación y buenos hábitos de mi compañero de viaje: hombre piadoso y refinado; amante de sus quehaceres, familia y amigos. Jamás, digo. Porque, en su ciega soledad, no deberían juzgar los oídos aquellas conductas, sino escoltando a los ojos. Los cándidos oídos, abandonados tan distantes a su suerte, carecen de la prudencia necesaria para sentenciar con justa mesura esas historias. Pudieron recoger aquellos su testimonio, esto sí. Y de hecho lo hicieron, que no lograré hallar en vida personaje que entretuviera sus minutos engarzando frases con tal agilidad.
Desayunamos infancias, campiñas verdes y correrías. Sus padres, esposa e hijos acompañaron nuestro almuerzo; nunca hubiera imaginado semejante número de comensales en un espacio tan reducido. Bosquejos en el aire, para un futuro devenir, vinieron a endulzar el café de la tarde. Y hubiera tenido conocimiento de la calidad del traje de madera que hiciera descansar su cuerpo y su lengua de no ser por la bondad del maquinista, que hizo detener el ferrocarril en la estación del pueblo. Nos despedimos, y el viajero me entregó su tarjeta de visita que fue a perderse en uno de mis bolsillos para no tener nuevas de ella de por vida.
Descargó mis bártulos un mozo, al que entregué unas monedas con la súplica de que enviara tan vasto bagaje al caserón de Don Carolo. Palideció el muchacho ante mis ruegos y, tirando los cuartos al suelo, corrió andén abajo con el cabello erizado. Pronto constaté que el temor generalizado del que me hablaba Emilio en sus letras no era nada discutible. Finalmente logré alquilar un coche con el que pusimos camino a su venta. Centenares de chopos adormecidos, auténticas pesadillas vivientes hostigadas por el viento, saludaban encorvados nuestro paso sobre sus firmes pedestales de tierra. Mientras tanto, el huraño día iba doblegando sus párpados como un fatigoso niño recién amamantado…
Anochecía cuando llegamos a la posada. Despedí al cochero y Emilio salió a recibirme. Era un sujeto recio, de salud y fuerza ciertamente notables; un hombre voluntarioso e indudablemente cultivado. Él mismo ordenó que cargaran todo mi equipaje en su carro. Aguardando mi llegada, había determinado que cenáramos sopa de ajo y cordero, por lo que nos acomodamos en torno a una apartada mesa. Conté al muchacho, entre bocados, el encuentro con el mozo a mi llegada, a lo cual me respondió sonriendo:
-Bien le referí en mi carta, Don Armando, que andan los ánimos más que medrosos por estos parajes. Pero ya comprenderá usted, que son solo fantasías hueras de gente iletrada. ¡Qué anda el cauce muy seco, aunque se empeñen en querer llenarlo con
agua de borrajas!
A los postres saboreamos, anfitrión y comensal, un exquisito tabaco rapé, mientras aquel me refería los últimos incidentes relativos al napolitano.
- Al amanecer de un día templado, aparecieron unos huesos aguardando en la puerta de la parroquia la salida del señor Nicolás, el párroco del pueblo. Cundió de nuevo la alarma entre los labriegos, quienes pronto identificaron aquellos restos con los de alguna de las víctimas del vampiro, la cual, no habiendo recibido cristiana sepultura como sin duda mereciera tras su trágica muerte, surgió milagrosamente de no se sabe dónde para reclamar al representante de Dios en la Tierra el derecho al descanso eterno. Se ofrecieron misas y plegarias por la supuesta joven, al tiempo que se exhibían sus restos en la sacristía de la parroquia. Ante los mismos fueron desfilando, de uno en uno, los padres de las víctimas, que iban adivinando en tal o cual huesecillo, vaya usted a saber de que forma, la nariz respingona o los largos dedos de sus desaparecidas hijas. Duró la fiesta tres días –concluía el muchacho-. Justo hasta la llegada de Don Román, el veterinario, quien aseguró que aquellos despojos a los que estaban a punto de beatificar no eran sino parte de la osamenta de un marrano que le había sido robada de su despacho durante su ausencia. Hallados los culpables de tan macabro hecho, y confesado el delito, volvió la espada a su vaina. Mire usted, Don Armando, que nunca en la vida habría tenido tantos padres un guarro.
Celebramos la ocurrencia entre carcajadas, mientras un desvencijado reloj de pared nos coreaba con once indolentes campanadas de caoba.
-La noche va despuntando sus colmillos…-sentenció Emilio-. Sospecho que estará cansado del largo viaje, por lo que he dispuesto que le preparen un buen aposento. Mañana, cuando usted guste, marcharemos hacia la casona.
-Agradezco tu delicadeza– le refuté -, pero mi mayor deseo es el de conocer cuanto antes la morada de Don Carolo.
-Usted manda, Señor Armando –me asintió-. Dispondré el carruaje para partir de inmediato-.
Y así lo hicimos sin demora…
(Continúa en El Crimen de Don Carolo (III))